abril 13, 2010

Hojas de otoño

Caminaba sólo. Las hamacas se movían a la par del viento, haciendo su característico sonido a metal, ese que te rompe los oídos. El suelo embarrado se encontraba cubierto de hojas en varias tonalidades de amarillos y naranjas, que le daban un toque de belleza muy único. Empezaba ya a ponerse el sol a través de los árboles dorados. Era un hermoso contexto para alguien que estaba a punto de dejar éste mundo.

Caminaba sólo. El parque se encontraba ya carente de niños, los toboganes ya estaban vacíos. Aún quedaba el último fantasma del subibaja, que hacía que éste bajara en cámara lenta, como esperando algo. Pero de ahí en más, nada iba a pasar, al menos no hasta que el sol de la mañana se asomara por el horizonte. ¿Nada iba a pasar?

Él pensaba, reflexionaba. No tenía caso pensar más. Ya había pensado demasiado.

Una hamaca verde fue su refugio, y se sintió como un niño. De hecho, aunque en zapatos de adulto, lo era. La hamaca hizo aún más ruido que estando vacía, pero a él no pareció importarle, ni siquiera parecía haberse percatado de aquel molesto chirrido. Era la verdad, ya nada le importaba. Su cuerpo inerte reposaba sobre la tabla verde, pálido, parecía sin vida aunque no lo estaba… aún.

Debajo del cielo rojo, propio del atardecer, prendió su último cigarro. Tomó una bocanada de aire, como si fuera a contener la respiración abajo del agua durante mucho tiempo, luego cerró los ojos, y clavó los dedos de su mano izquierda en su pierna, lleno de miedo. Temblaba. Pero no se atrevió a hacerlo; tal vez no estaba preparado, tal vez no lo quería, tal vez era cobarde. ¿Cobarde?, ¿Cobarde por no acabar con su vida?

Decidido, se puso de pie. Pateó las hojas que había a su alrededor. Ya no sería cobarde nunca más, y fue así que cometió el acto de valentía más grande de toda su existencia. Ya no temblaba, ni tenía miedo, ni contenía la respiración; se sentía aliviado, completo, y por su rostro hasta se asomaba una tímida sonrisa.

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